Luego
de las peripecias y aventuras, de tuvo Ulises con el pulpo, volvieron a
navegar.
De nuevo, su tripulación quedó asustada. No solo asustada hacía varios años que venían
navegando. Quince años habían dejado sus pueblos. Había hambre, había desesperación. Comenzaban a decir
—¡Ulises, Ulises, tenemos hambre! ¡Ulises, queremos llegar a casa! ¡Ayúdanos a conseguir comida!
—Ahora estamos internados de nuevo en el mar, tenemos que hacer algo…
Detrás tenían otras naves que acompañaban a Ulises. Todos estaban en la misma situación con mucha, mucha hambre.
—No desesperéis, navegantes —dijo Ulises—. Os voy a solucionar el problema, no tendréis más hambre. Pronto os llevaré a vuestro hogar. También esperan nuestras familias allá, en Ítaca, donde están mis seres queridos.
—Allí está Penélope, mi esposa, a la que extraño tanto, y mi hijo Telémaco, que ya debe ser casi un hombre. Quince años… ¡Quince años navegando!
Y siguieron navegando, navegando, navegando, hasta que en un momento vieron una pequeña isla.
Por fin, entre colinas. Había hambre, había desesperación. La tripulación ya no aguantaba más, ya no tenían agua.
—Pues bien —dijo Ulises—, venid conmigo un puñado de hombres. Iremos a esa isla.
De noche, tomaron un bote y navegaron hasta aquella pequeña isla.
Al llegar, encontraron una puerta inmensa, una entrada a una cueva.
Era tan grande que parecía de la altura de tres hombres juntos.
—¡Miren! —dijeron—. ¡Aquí hay leche, queso, uvas, frutas! ¡Esto llevaremos a la nave!
Pero, cuando comenzaron a juntar provisiones, escucharon unos pasos. La tierra temblaba. Cada vez más cerca…
Se escondieron detrás de los toneles, aterrados.
Y apareció una gran figura que se agachó para entrar un gigante peludo, con una gran cabeza y un solo ojo en el centro de la frente.
Su cuerpo estaba cubierto de pelo, sus dientes eran enormes. Era Polifemo, el cíclope.
—¿Qué hacen en mi casa, pequeños hombrecillos? ¿Quiénes son para estar aquí sin permiso?
—Discúlpeme, señor. Somos viajeros que buscamos su hospitalidad.
—¡Calla! Yo soy el que pregunta. ¿Quién eres tú?
—Me llamo Nadie.
—Yo soy Polifemo, rey de esta isla. Y ahora cerraré la puerta con esta piedra. No saldréis de aquí.
—¡Déjanos salir! —gritaban los hombres.
—Si siguen gritando, os comeré uno a uno. Tú serás el último, pequeño hombrecito.
Los compañeros de Ulises, ocultos y muertos de miedo, temblaban.
Pero Ulises, más audaz e inteligente, no perdió la calma.
El cíclope avivó el fuego.
—Ahora serás mi esclavo, hombrecito. Tráeme ese tazón de leche.
El tazón era enorme, como de tres hombres. Ulises se lo entregó.
—Aquí tiene, mi señor —dijo Ulises.
—¡Trae más, pequeño!
Entonces Ulises le ofreció vino de su odre.
—¡Qué rico está esto! —exclamó Polifemo—. Quiero más.
—Es lo último que nos queda, señor.
Polifemo bebió y bebió, hasta que cayó dormido, borracho.
Entonces Ulises llamó a sus hombres
—¡Traed el madero!
Una gran estaca afilada. Corrieron con fuerza y la hundieron en el único ojo del cíclope.
—¡Aaaaaah! ¿Qué me has hecho, pequeño? ¡Dónde estás! —gritaba Polifemo.
—¡Amigos, hermanos! —clamaba—. ¡Ayudadme!
Los otros cíclopes acudieron y le preguntaron —¿Quién te ha hecho daño? —¡Nadie, nadie me ha herido!
—Entonces, si no fue nadie, debe ser castigo de los dioses.
Aprovechando la confusión, Ulises y sus hombres se escondieron bajo el vientre de las ovejas. Cuando Polifemo las dejó salir, no pudo verlos.
Así escaparon de la cueva.
Corrieron hasta sus naves y se embarcaron.
Desde el mar, Ulises gritó —¿Sabes quién te hizo esto? ¡Yo, Ulises de Ítaca!
Polifemo, furioso, lanzó enormes rocas al mar, pero no pudo alcanzarlos. Así terminó la segunda parte de la aventura de Ulises y el cíclope Polifemo.
De nuevo, su tripulación quedó asustada. No solo asustada hacía varios años que venían
navegando. Quince años habían dejado sus pueblos. Había hambre, había desesperación. Comenzaban a decir
—¡Ulises, Ulises, tenemos hambre! ¡Ulises, queremos llegar a casa! ¡Ayúdanos a conseguir comida!
—Ahora estamos internados de nuevo en el mar, tenemos que hacer algo…
Detrás tenían otras naves que acompañaban a Ulises. Todos estaban en la misma situación con mucha, mucha hambre.
—No desesperéis, navegantes —dijo Ulises—. Os voy a solucionar el problema, no tendréis más hambre. Pronto os llevaré a vuestro hogar. También esperan nuestras familias allá, en Ítaca, donde están mis seres queridos.
—Allí está Penélope, mi esposa, a la que extraño tanto, y mi hijo Telémaco, que ya debe ser casi un hombre. Quince años… ¡Quince años navegando!
Y siguieron navegando, navegando, navegando, hasta que en un momento vieron una pequeña isla.
Por fin, entre colinas. Había hambre, había desesperación. La tripulación ya no aguantaba más, ya no tenían agua.
—Pues bien —dijo Ulises—, venid conmigo un puñado de hombres. Iremos a esa isla.
De noche, tomaron un bote y navegaron hasta aquella pequeña isla.
Al llegar, encontraron una puerta inmensa, una entrada a una cueva.
Era tan grande que parecía de la altura de tres hombres juntos.
—¡Miren! —dijeron—. ¡Aquí hay leche, queso, uvas, frutas! ¡Esto llevaremos a la nave!
Pero, cuando comenzaron a juntar provisiones, escucharon unos pasos. La tierra temblaba. Cada vez más cerca…
Se escondieron detrás de los toneles, aterrados.
Y apareció una gran figura que se agachó para entrar un gigante peludo, con una gran cabeza y un solo ojo en el centro de la frente.
Su cuerpo estaba cubierto de pelo, sus dientes eran enormes. Era Polifemo, el cíclope.
—¿Qué hacen en mi casa, pequeños hombrecillos? ¿Quiénes son para estar aquí sin permiso?
—Discúlpeme, señor. Somos viajeros que buscamos su hospitalidad.
—¡Calla! Yo soy el que pregunta. ¿Quién eres tú?
—Me llamo Nadie.
—Yo soy Polifemo, rey de esta isla. Y ahora cerraré la puerta con esta piedra. No saldréis de aquí.
—¡Déjanos salir! —gritaban los hombres.
—Si siguen gritando, os comeré uno a uno. Tú serás el último, pequeño hombrecito.
Los compañeros de Ulises, ocultos y muertos de miedo, temblaban.
Pero Ulises, más audaz e inteligente, no perdió la calma.
El cíclope avivó el fuego.
—Ahora serás mi esclavo, hombrecito. Tráeme ese tazón de leche.
El tazón era enorme, como de tres hombres. Ulises se lo entregó.
—Aquí tiene, mi señor —dijo Ulises.
—¡Trae más, pequeño!
Entonces Ulises le ofreció vino de su odre.
—¡Qué rico está esto! —exclamó Polifemo—. Quiero más.
—Es lo último que nos queda, señor.
Polifemo bebió y bebió, hasta que cayó dormido, borracho.
Entonces Ulises llamó a sus hombres
—¡Traed el madero!
Una gran estaca afilada. Corrieron con fuerza y la hundieron en el único ojo del cíclope.
—¡Aaaaaah! ¿Qué me has hecho, pequeño? ¡Dónde estás! —gritaba Polifemo.
—¡Amigos, hermanos! —clamaba—. ¡Ayudadme!
Los otros cíclopes acudieron y le preguntaron —¿Quién te ha hecho daño? —¡Nadie, nadie me ha herido!
—Entonces, si no fue nadie, debe ser castigo de los dioses.
Aprovechando la confusión, Ulises y sus hombres se escondieron bajo el vientre de las ovejas. Cuando Polifemo las dejó salir, no pudo verlos.
Así escaparon de la cueva.
Corrieron hasta sus naves y se embarcaron.
Desde el mar, Ulises gritó —¿Sabes quién te hizo esto? ¡Yo, Ulises de Ítaca!
Polifemo, furioso, lanzó enormes rocas al mar, pero no pudo alcanzarlos. Así terminó la segunda parte de la aventura de Ulises y el cíclope Polifemo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario